Llueve. Y no me extraña que llueva hoy. Hoy también lluevo yo. Acabo de cerrar las ventanas, entra el frío y me hace recordar el frío. La cabeza se me embota con los ojos hinchados.
Un final de una peli en la que el padre vuelve y salva a su hijo.
Quiero que mi padre me abrace y me diga que está aquí, que por fin está aquí, pero eso no va a pasar. Y si pasa no sé cuan de bueno será, porque no me quiere. Seguro que quiere algo. Él está herido, y yo también. Él me hizo daño, y yo espero a que se me pase. Antes le odiaba, y eso es mal amor. Ahora no le odio, y no le respeto, y no le perdono, cómo perdonarle tanto maltrato, para qué?
Ahora lo lloro todo. Me cansé de llorar hace 6 años, y me enfadé. Fueron seis años enquistada entre una ira que me consumía y un amar dependiente y desorientado, que encontraba hombres sin madre. Fueron seis años que están en su fin ahora. Y ahora lloro. Lloro y lloro. Como la lluvia asturiana, perennemente, me salen llantos en las conversaciones y llantos en las películas, en la ducha y también cuando ordeno papeles.
Ya no ordeno el pasado. Ya lo estoy sacando de casa, para qué ordenarlo.
Ayer me encontré la carta que le escribí a mi padre hace seis años. Hoy la leí. Después de haber roto a llorar en un restaurante con Rosalía, que está empeñada en que entienda y perdone y ame a mi padre. Y yo explico.
Claro que le amo, desde la mierda hasta la mierda, a mi padre. No creo que eso sea negable. Lo que no sé es si a quien amo se llama Sergio o no tiene nombre. No lo sé. No me parece importante ahora. Le echo de menos.
Claro que lo entiendo. Estaba herido, fue maltratado, estaba rabiado, el patriarcado, lo corriente que es todo esto tal y como está el mundo, aquellos tiempos, tantas veces que pasa en todas las familias, pobre.
No le perdono. No le perdono porque no se disculpa. No le perdono que en todos estos años no haya tenido un momento de ocuparse de sus hijas, de hacer algo que no sea en su propio interés. No le perdono porque no puedo. La sola idea me repugna. Porque le entiendo, pero no le perdono que no lo sienta siquiera.
Y me pregunta Rosalía si no hay recuerdos buenos, conexiones buenas en mi memoria, lo bueno que recuerdo de ese Sergio que es mi padre.
Y le explico. Yo que me acuerdo de todo sólo tengo que era muy divertido, aunque eran pocas veces su carácter divertido lo que compartía con nosotros. Y también recuerdo su sonrisa bella, su escritura bella, la vez que se disfrazó en Navidades y tiraron caramelos por la entrada y la sala. Cuando nos dejaba que le mordiéramos la mano. Cuando cantaba en el coche. Cuando cantaba con nosotros y cuando cantaba solo. Esa voz tan profunda, tan afinada, tan varonil. Y su aftershave. (De todo eso tengo enlaces profundos, quien me conoce los puede reconocer todos, uno a uno, en mi vida).
Parece que se haya muerto. Y sí, se murió entonces. Y desde ese entonces no tengo recuerdos buenos de mi padre.
Y le cuento una retahíla de recuerdos. El silencio temoroso – contagiado al notárselo a mi madre, la intuición infantil entera – cuando se echaba en el sillón verde con el pañuelo en los ojos, su sagrada siesta. El silencio en la “mesa de los mayores”. El dinero y la seriedad con que premiaba nuestros abundantes sobresalientes. Cuando me hizo beberme en Madrid – aún casados mis padres – un vaso de leche pasada y no me escuchaba, yo le decía que estaba mala y no me escuchaba. Y al final, cuando me la conseguí beber, olió el vaso y dijo que sí, que estaba mala. Y no me pidió perdón, ni se disculpó, ni dijo que lo sentía. Son tres cosas distintas. Ninguna hizo entonces. Ninguna hace ahora.
Y cuando nos fuimos a Madrid y no me matriculó en violín, y no pude tocar con Ordieres en la joven orquesta. No protesté nada porque me hizo sentir responsable, me habló y me dijo que tenía que entender que no podía permitirse que yo fuera a a violín. Con dos abuelos cuidándonos en casa y toda la pasta que tenía. Con mi madre (con Sonia y sin pasta) sí fui.
Y cuando tiró los dos pares de zapatos que mi madre me compró con tanto esfuerzo por mi cumpleaños: los desapareció. Nunca los volví a ver ni me los puse nunca, recién nuevos. Porque no me compraba zapatos, se me habían caído las uñas de los pies. Eso me da mucha pena y me pongo a llorar.
Esa es la diferencia, antes me enfadaba y ahora lloro. Entonces no lloré, me daba miedo. Ni siquiera pregunté. Me daba miedo todo y además me salió una gastritis. En Madrid.
Ahora quiero plantar un árbol aquí, en Madrid. Aquí nací y aquí me pasaron cosas que me hicieron estar fuera de mí muchos años. Ahora quiero estar dentro. Quiero un árbol que sea sensible y protector, un árbol que sea perenne y que me haga recordar que esos años son de mi vida, pero los anteriores y los posteriores también, y los que vengan, y que tengo raíces, y a partir de ahora voy a dar frutos generosos y amados, brillantes, limpios, enteros.
Quiero más árboles, poco a poco, en cada sitio de mis raíces uno, yo en cada sitio, conmigo, entera.
Gracias a mi madre, y a mi hermana-madre Sonia.